Autor: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
Publicado: 07/06/2011
Envía: Fausti Hernando Garrido
Recibido: 01/09/2011
Los pequeños pueblos castellanos se han ido quedando sin vecinos. El éxodo hacia las ciudades ha sido gigantesco en las últimas décadas, cambiando el hábitat natural y los hábitos de la gente. Sin embargo, dichos pueblos no mueren. Su identidad perdura empecinadamente en sus hijos, tanto en los que se quedan como en los que emigran, pero los tienen como punto de referencia obligada en tiempos de vacaciones y de efemérides especiales.
Es real el peligro de perder todo vestigio de la riqueza cultural acumulada durante siglos, ya que la soledad y el abandono traen consigo, desde el pillaje hasta la pérdida de la memoria de lo que fueron los antepasados y el legado que dejaron. Los pueblos sin memoria están condenados a desaparecer física y espiritualmente. Pero es gratificante encontrarse con que más puede el amor a la querencia familiar y el empeño de los hijos que ponen sus luces y capacidades, las más de las veces sin dinero y sin poder, pero con la constancia de quien sabe que tiene un legado que no puede perecer, porque es una riqueza que no se debe echar por la borda.
San Miguel de Pedroso, en la comarca burgalesa, es uno de esos pueblos. Nació hace 1250 años a la sombra de un monasterio del que apenas quedan noticias, pero cuya memoria se celebra con orgullo. Uno de sus símbolos emblemáticos es el puente sobre el río Tirón. El más reciente acaba de cumplir cien años de su primitiva construcción. Lleva el nombre del “diablo” como tantos otros, porque fue levantado bajo su conjuro o contra su seducción. En definitiva, la vida del hombre es una lucha permanente para vencer obstáculos insalvables.
Un hijo del pueblo, anciano campesino que explota su vena de poeta le canta enamorado con estos versos: “Madrid tiene la Cibeles, París la torre Eiffel; el hermoso puente del diablo, también está en San Miguel”. Otro de sus hijos, profesor de Instituto, ha creado en la antigua casa cural, un meso que recoge la actividad agrícola, usos y costumbres de antaño que las nuevas generaciones desconocen, aderezado con la reconstrucción de instrumentos y aparejos hoy en desuso. Pero ellos marcan el paso del tiempo y el salto tecnológico que hizo de los ancestros, hombres y mujeres de temple y trabajo.
En estos sencillos monumentos se encierra la evolución de la vida familiar de la que se sienten orgullosos sus actuales descendientes. Para los visitantes es una ocasión de revivir y añorar. Los pueblos son grandes cuando saben custodiar los tesoros de una cultura, la de la vida cotidiana, hecha trabajo y ocio, oración y fiesta, rutina e hitos importantes. Por eso son grandes los pequeños pueblos castellanos para descansar y abrevar. Es la manera de seguir viviendo con ilusión y esperanzas.